La arquitecta fundó “Casa Kiro Joyas”, taller de producción de joyas de resina y plata inspiradas en naturaleza, cultura popular y diversos paisajes de Chile.
Creativa, inquieta y curiosa de pequeña. Así se define nuestra exalumna de la carrera de arquitectura, Vania Ruiz, quien el 2010 decidió dar un giro a su carrera profesional y creó la marca “Casa Kiro Joyas” en Viña del Mar. Dicho taller de producción lenta y ediciones limitadas, se dedica a la realización de joyas de resina y plata inspirados en la naturaleza, cultura popular y diferentes paisajes de norte a sur de nuestro país. Sus colecciones se destacan por la originalidad de sus diseños y la constante innovación en el uso de la resina epóxica, el cual es el material más característico diferenciándose de las joyas clásicas del mercado.
¿Cómo nace la empresa Casa Kiro y qué tienen de particular las joyas?
“Si bien soy arquitecta de profesión, la joyería me encontró casi por accidente cuando cansada de pasar tantas horas dibujando planos, decidí buscar un pasatiempo que me permitiera meter las manos en la masa. Entonces, tomé un curso de joyería básica en Viña del Mar, por las tardes.
Casi al mismo tiempo que empecé a experimentar con las técnicas de orfebrería, aprendí a usar resina y rápidamente diseñé mi primera serie de joyas con cochayuyo, resina y plata.
Mandé la nota a una periodista y ella se encargó de difundirla. Al día siguiente estaba en la portadilla de LUN como “Arquitecto chilena crea joyas con cochayuyo”. Luego, me entrevistaron por la televisión y diversos medios y en ese momento decidí que podía tomarlo como una anécdota o darle una oportunidad a toda esa locura.
La oficina de arquitectura donde había trabajado varios años acababa de quebrar por la crisis del 2009, y yo no tenía un plan laboral claro. Renuncié a un trabajo nuevo que había comenzado y me encerré a trabajar en la mesa del comedor de mi casa, que era en ese entonces mi taller.
Cuando empecé a participar en ferias me pidieron ponerle nombre a mi marca. A nuestro lugar siempre le hemos llamado Casa Kiro (la Casa de Los Kiros), y como el taller estaba en casa, de ahí el nombre. Nunca imaginé que ese nombre, algo en broma, sería hasta hoy mi marca.
Por otro lado, en lo que se diferencia mis joyas es que son muy distintas a todo lo que se ha visto. Nuestros diseños son únicos y esa mezcla de originalidad, atrevimiento y arte son un sello y una búsqueda constante”.
Han pasado 12 años del inicio de Casa Kiro, ¿cómo ha sido este camino de emprender y cómo se han posicionado en el mercado de las joyas?
“Ha sido una montaña rusa de aventuras. Años intensos, creativos, felices, viajados, reídos y agotadores. Sin pausa y lleno de sorpresas. Nunca puse el foco en la rentabilidad monetaria, sino que me pude dar el gusto de enfocar la energía a la creación y difusión de mi trabajo de marca y mi trabajo de joyería de arte, que hago bajo mi nombre personal y con el cual he obtenido varios reconocimientos y premios.
Sin embargo, continuamos siendo un taller pequeño de producción lenta y ediciones limitadas. Esa escala me ha permitido avanzar liviana y sobreponerme con cierta facilidad a los cambios y crisis que atravesamos.
Creamos nuestras joyas para mujeres que miran el mundo con una sensibilidad diferente y que gozan de objetos que les traigan alegría y sentido, que son independientes y que quieren diferenciarse, más que seguir las modas efímeras”.
Si bien estudiaste arquitectura en la Universidad Técnica Federico Santa María, ¿qué te impulsó a tomar este nuevo rubro y qué herramientas de lo aprendido en la carrera lo has plasmado en tu actual empresa?
“Podría decir que fue una coincidencia, pero en realidad creo que era mi camino. Siempre tuve una inexplicable necesidad de hacer cosas con mis manos. Recuerdo de niña llevar a todas partes una caja de lápices de colores y pasar horas en silencio “haciendo monos”. Además, de las tardes en el parque recolectando semillas y cortezas con mi madre, que luego convertíamos en sirenas y pájaros fantásticos. De hecho, en cada etapa de mi vida, recuerdo haber estado creando algo.
Diseñar y hacer cosas me remite a momentos felices y quizás por eso me resulta tan reconfortante, y dado que el trabajo profesional del arquitecto a ratos tiene poco de esa posibilidad de pensar con las manos, inevitablemente volvería a necesitar ese vínculo no lineal de hacer.
Sin duda que la formación de la Universidad fue crucial para crear una marca que logra sobrevivir 12 años. En este sentido, la voluntad, la persistencia, la autodisciplina, la capacidad de observación y las herramientas creativas para manejar la complejidad con coherencia fueron los grandes aportes de mi formación.
También, la capacidad de entregarme a los procesos de creación, disfrutarlos y confiar en algo que se me va a ocurrir, ya que en la auto seguridad está la mitad del logro”.
Con respecto a tu paso por la USM, ¿cuáles son tus mejores recuerdos como estudiante? ¿Qué rescatas de dicha formación como arquitecta de la Universidad Técnica Federico Santa María?
“Los mejores recuerdos fueron todas esas noches sin dormir, trabajando en el taller con mis compañeros para la entrega final y durmiendo debajo de los tableros de dibujo en una cama improvisada. Recuerdo esos desayunos con un pan de queso caliente en el kiosko, una lavada de cara y directo a la clase de matemáticas 101 a las 8:00 am.
A veces estábamos croqueando en alguna vereda, y otras modelando las primeras maquetas 3D que harían estudiantes universitarios en ese tiempo, soldando al arco, torneando metal en los talleres de mecánica, llenando a pulso una viga de hormigón armado o replicando una estructura de Buckminster Fuller en cables y tubos de acero para hacer el escenario del Primer Earth Dance en Chile, en el Patio Central. Lo pasábamos bien, aunque seguramente no nos dábamos cuenta.
También fue muy rica la relación que había con los profesores, en especial los de taller. Era muy cercana. Éramos súper regalones en realidad, sobre todo cuando se abrió la carrera y estaba solo nuestro curso. Tuvimos muchas oportunidades que no volvieron a repetirse”.
¿Cómo definirías a un arquitecto sansano? ¿en qué se caracteriza frente a sus colegas egresados de otras casas de estudios?
“Es difícil decirlo ahora. Fui de la primera generación de Arquitectura en 1996. Fue un grupo muy especial porque no teníamos con quienes compararnos o a quien mirar como referente, y eso lo hizo mucho más difícil, pero también permitió dar cabida a un perfil profesional bien diferente.
Teníamos un amplio manejo digital, y eso era algo completamente nuevo. También, comenzaba a gestarse un conocimiento enfocado en la arquitectura bioclimática, que perfiló a los futuros estudiantes
Creo que llegamos a revolver el gallinero y a romper esquemas. Muchos profesores de Ingeniería no nos veían con muy buenos ojos. No estaban de acuerdo en la necesidad de tener esta nueva carrera en la Universidad, que nada tenía que ver con el perfil sansano.
Hubo algunos profesores en cambio, que nos veían con entusiasmo como una oportunidad de probar cosas nuevas y ellos se fueron quedando en el tiempo.
Han pasado muchos años desde esa época y ya no sé cómo es el perfil actual de los egresados. Sin embargo, la carrera de Arquitectura tiene esta característica de lanzar al mundo a personas que pueden dedicarse a un sinfín de cosas”.